Luna llena

Aquella noche Diego tampoco podía conciliar el sueño.  Eran muchas las noches que pasaba en vilo, mirando al cielo, observando la luna. Ese maldito insomnio estaba consumiéndole. Empezó a buscar figuras entre las estrellas. Allí Orion... Allá Perseus...  Su atención se posó en la luna, aquella noche la luna estaba llena, más llena y redonda que nunca, inmensa, exultantemente hermosa.
Fijó su mirada en ella y quedó hipnotizado. Luna, ¿qué ves?, ¿cómo me ves?, pensó para sí. El reflejo que vio de sí mismo en el espejo de la luna le horrorizó. Empezó a pensar en sus canas y en aquellos lejanos años en los que pensaba que nunca llegaría a verse maduro. Se sentía como un extraño en su propio cuerpo y en su propia vida. Una vida de éxito con un puesto de éxito en una empresa de éxito. A vista de todos era lo que, ingenuos, llaman “un triunfador”, pero en cambio por momentos se sentía tan desgraciado... Una angustia desconocida se apoderaba de su ser ante tantas preguntas sin respuesta. Y esa luna... que le miraba de ese modo... desafiante... Tal vez ella lo sabía todo.
Decidió buscar respuestas a aquellas incógnitas ocultas. Se vistió y cogió las llaves del coche dispuesto a conducir hacía ninguna parte. Susana dormía plácidamente, con su pelo suelto desparramado sobre su espalda desnuda. Era bonita, muy bonita. Una más de las muchas mujeres que se acercaban a Diego por su porte, su estilo, su cuerpo, su inteligencia,... y trataban de complacerle por su dinero. Para Diego eran diversión y grata compañía, pero ninguna había llegado a robarle el corazón. ¿Tal vez Susana? No. Se sentía ingrato con ella al pensar así pero... No. Tampoco Susana.
Salió de casa dispuesto a conducir hasta el amanecer. Sólo quería huir. No tenía prisa, pero deseaba estar lejos, sin más compañía que su soledad y la luna llena que lo iluminaba todo. Pero su alma no estaba en calma. Encendió la radio de su coche. La Primavera de Vivaldi solo aportaba melancolía a su corazón. ¡Claro, 21 de marzo, había llegado la primavera! Entonces encendió el CD. Las primeras notas de You make me feel so young de Michael Bubblé le hicieron sonreír. Esas canciones trajeron a su mente recuerdos agradables. Esbozó una sonrisa. No dejaba de ser paradójico: “Tú me haces sentir tan joven” al comienzo de una nueva primavera, y él, que hacía ya tiempo que había empezado a dejar de sentirse joven. Y así condujo hasta que la luna y la noche dieron paso al sol de una nueva mañana. Vio una gasolinera y una cafetería al estilo fifties donde yo trabajaba sirviendo cafés y bollos. Le pareció un lugar apropiado para aportar a su cuerpo la dosis de cafeína necesaria cada mañana. Y así fue como me encontró.
Perdón, todavía no me he presentado. Me llamo Cristina.
Muy amablemente me pidió un café con leche muy cargado, pero no pudo acabar la frase al reconocerme. ¡No lo podía creer! Y a juzgar por la expresión de su cara, él tampoco. Hacía... ¿cuántos años? ¿18? ¿20? Demasiados. Fuimos amigos. Más que amigos. Le amé como jamás en mi vida he sido ni seré capaz de amar a un hombre. Y él... ¡Oh, Diego!
Hacía varios meses que el cierre de la empresa donde trabajaba como contable me obligó a buscarme la vida. Con un hijo en plena adolescencia, ¿qué podía hacer? Estábamos solos mi hijo y yo. Su padre se piró antes de que él naciera, ¡el muy malnacido! Hasta entonces habíamos vivido bien, pero desde hacía unos meses... Todo eran apreturas.
Mi historia con Diego hubiera prosperado si yo no hubiera puesto fin a nuestra relación. Estábamos realmente enamorados, pero yo era un lastre para sus aspiraciones. Él tenía talento y su destino estaba lejos de mí. Voló muy alto. Yo no hubiera podido seguirle y tampoco quería convertirme en su sombra. No sé, tal vez me equivoqué. El caso es que él tampoco volvió nunca a buscarme. Años después supe de él por la prensa y entendí que lo había perdido para siempre.
Esperé a que se fuera el único cliente que en ese momento había en la cafetería para colgar el cartel de “vuelvo enseguida” y bajar las persianas. Cuando me giré, Diego estaba ahí, de pie, a escasos centímetros de mí. Dije su nombre y acaricié su mejilla. Como si fuera la señal que él estaba esperando, me asió por la cintura y me abrazó con fuerza. Respiré hondo, embriagándome de su olor. Ese olor... Un escalofrío recorrió mi espalda y, de repente, de mi cuerpo afloró una bella sensación que ponía diques al raciocinio y avivaba el fuego de una pasión oculta durante tantos años. Deslizó sus manos de mi cintura a mi trasero, pidiendo más. Me besó. O tal vez fui yo quien le besó a él. Nos besamos. Con urgencia al principio, como si nuestro tiempo se acaba en ese instante. Lentamente después, sintiendo el tacto entre mis labios y sus labios, su sabor, su olor,...
Había un montón de cosas que me hubiera gustado preguntarle, pero temía que las palabras enfriaran aquel loco arrebato. Le invité a pasar a la trastienda, donde está el obrador de bollería, panadería y los sacos de los diversos tipos de café. El olor de ese lugar es celestial a primera hora de la mañana, cuando los cruasanes están recién hechos. Impaciente cerró la puerta tras de sí y sus ojos se encendieron de deseo. Abrió mi camisa con urgencia y contempló mi pecho desnudo. Entre besos y caricias empezamos a desnudarnos mutuamente. ¡Oh, Diego! ¡Qué bien le habían sentado los años! Las prisas volvieron a mis manos, a sus manos, a mi boca, a su boca, quería ser suya ahí y ahora, pero no quería que ese momento acabara nunca. Buscaba la tranquilidad que da la impaciencia, pero el delirio de aquella realidad apasionada turbaba mi sosiego.
Nunca me hubiera saciado de él.
Tras compartir un café y ponernos al día sobre nuestras vidas, le acompañé al coche. En los escasos veinte pasos que recorrimos hasta su coche el cielo se oscureció. La mañana había amanecido despejada pero el cielo se puso gris de repente y el viento empezó a agitarlo todo. Empezó a llover. Un ligero chispeo al principio que enseguida se convirtió en tormenta.
-¡Vaya, el cielo llora al despedirme de ti! –le dije.
Nos refugiamos en su coche. La felicidad y la tristeza me ahogaban por igual. Por su mirada supe que él sentía lo mismo que yo. ¡Y ese aguacero repentino! Parecía cosa de brujería. O tal vez fuera simplemente energía, la energía que brotaba de nuestros pensamientos, de nuestros corazones, de nuestro encuentro fortuito.
-¿Qué te ha traído aquí? -le pregunté.
-La luna -me contestó. 
Nos dijimos adiós con la mirada y nos fundimos en un abrazo.
-Vente conmigo -me dijo.
-No, Diego. Tu camino y el mío hace años que se separaron. Pero ahora ya sabes dónde sirven el mejor café con leche muy muy caliente –le contesté con picardía mientras bajaba del coche tratando de arrancarle una sonrisa.
Puso el coche en marcha. El CD volvió a sonar al tiempo que la lluvia cesó. O tal vez la lluvia cesó al tiempo que comenzó a sonar la música. Esta vez la canción era It’s a beautiful day.
Le vi alejarse mientras le decía adiós con la mano. Cuando ya no podía verme limpié una lágrima que involuntariamente rodaba por mi mejilla.
Y en el cielo de nuevo lucía el sol.
Está vez el sol no estaba solo, un precioso arco iris cruzaba el cielo.
De pronto, Diego tuvo claro cuál era su destino.



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