La gente de la montaña
no deja caer sus casas.
Abandonar la casa
familiar hasta dejarla morir entre ruinas es como no atender a los
padres que te han cuidado justo cuando son ellos los que necesitan tus cuidados.
¿Quién abandona a su suerte a un ser querido cuando más te necesita?
Por eso, en el Pirineo,
para mantener la unidad de la casa, solo uno de los hijos –generalmente el
mayor- heredaba la casa, las tierras y el ganado que sustentaban la economía
familiar. Pero también el nuevo propietario estaba obligado a cobijar bajo su
techo a sus hermanos hasta que estos tuvieran sus propia familia y en
consecuencia su propia casa. Pero claro, eran otros tiempos. Ahora encontramos
en el Pirineo preciosos hoteles y casas rurales que a pesar de mantener la
estética de aquellas casas centenarias han perdido la esencia de lo que fueron.
En cambio en la ribera
somos de otra manera. El calor del hogar y la unidad familiar pierden su
posición privilegiada a favor de intereses económicos y cierto postureo social,
aunque aún queda algún que otro romántico que reconstruye la casa de sus
abuelos y restaura los viejos muebles satisfaciendo así unos extraños gustos
estéticos y, por qué no decirlo, alimentando también cierto sentimentalismo rancio
de un pasado no tan lejano. Así es como aperos de labranza, utensilios con los
que las mujeres lavaban en el río, vasijas, lecheras y otros elementos de
cocina, alguna radio estropeada y algún reloj que hace tiempo que ya no marca
la hora, pasan a convertirse en elementos decorativos del nuevo hogar.
- Hace falta ser tonto, pudiendo
comprar una casa de las que han hecho nuevas, tan bonitas, y meterse en
semejante berenjenal…
- Será por no gastar, estos siempre
han sido de la virgen del puño ‘preto’, ¡a ver cómo te crees si no que iban a tener todo lo que tienen!
- Ya, ya. Solo tienes que ver que no
ha contratado ni un albañil. Anda que…. ¡qué sabrá este de construcción!
Mientras el foraneo
insensato suda la gota gorda picando tabiques y cargando escombros, sus vecinos
y familiares –los más directos y los que no lo son tanto- que aunque viven
lejos, casualmente, pasaban por allí, se
detienen a saludar y, ya de paso, hacen todo tipo de preguntas mientras escrudiñan
con la mirada todos aquellos cacharraros rescatados de entre los muros de adobe
y sobre los que seguramente ellos también tiene derecho, ¿o no es acaso esta la casa
de la abuela? Porque una cosa está clara, si hubiera algo de valor –que podría
ser-, alguna antigüedad que perteneciera a los antepasados, ahora no iba a
venir este que hace años se fue del pueblo a quedarse con lo que no es suyo.
- ¡Hombre, fulano! ¿Qué haces pues? (es
típico del aragonés el preguntar lo que ve)
- Pues ya ves, aquí a la fresca,
tomando unas cañitas (contesta el foráneo que trabajando a
pleno sol está sudando de lindo mientras le viene a la cabeza aquel dicho
popular de al que mucho quiere saber,
poco y del revés).
- ¡A ver si vas a sacar petróleo de
tanto picar!
- Petróleo no pero algún cadáver sí
que he encontrado: un gato y un par de ratas, de momento.
- ¿Qué te vas a hacer aquí, un
palacio o qué?
- No, un palacio no. Un castillo, con
foso, torres, almenas y algún que otro fantasma.
Más allá de
habladurías, al pensamiento le asaltan recuerdos de momentos vividos entre esos
muros que ahora se desmoronan.
En el patio de la casa
y en lo que había sido el jardín y la cuadra tuve en mi niñez un club, al menos
así lo llamábamos. Tendríamos 10 o 12 años. Con cajones de fruta apilados
construimos unas estanterías y allí creamos una biblioteca con los libros que
cada uno trajimos de nuestras casas y algunos libros antiguos que encontramos
por allí. También llevamos juegos de mesa, de los de verdad, de los de fichas y
tablero y sin pantallas. Nos comprábamos chuches y nos íbamos allí a pasar la
tarde. La vecina pasaba a “darnos vuelta”, era una mezcla de cotilla y
cuidadora. Siempre llevaba la escoba en la mano, como una bruja, la llamábamos
“la mujer de la escoba” a la pobre. Nos barría el patio, nos regañaba si montábamos
jaleo, pero también, a veces, nos traía rosquillas.
Años después, mis
primos vinieron a pasar las fiestas con unos amigos. El pueblo en fiestas y
unos adolescentes con la testosterona rebosando por sus poros solos en casa de
día y de noche. Bueno, solos no. También pasaron por allí varios litros de
cerveza y la juventud de medio pueblo. La casa de los abuelos se convirtió en
el lugar de encuentro, a cualquier hora del día había gente allí ocupando las
tres plantas de la vivienda, cuanto más arriba, más reservado, más privado el
encuentro. No solo fue lugar de encuentro, también hubo pérdidas, la pérdida de
la inocencia, la timidez, el pudor,… Manos ansiosas de tocar culos y tetas,
cuerpos deseosos de ser explorados, sonidos húmedos de bocas sedientas de
deseo, suspiros ahogados en la oscuridad y el sospechoso chirriar de los
somieres oxidados. Lo que pasó allí, allí se quedó.
El foráneo sonríe al
rescatar entre un montón de juguetes mugrientos aquella cabeza de muñeca a la
que peinar y maquillar. Y recuerda aquel carnaval disfrazados de hippies, con
ropa auténtica sacada del baúl de los padres y ataviados con largas pelucas y
unas gafas enormes. Irreconocibles. Ella bebió demasiado, hasta el extremo de que
una enorme laguna mental ocupaba su memoria cuando, a la mañana siguiente,
despertó en la casa de la abuela sin más prenda que la larga peluca rubia que
cubría sus pechos. Le gustó lo que vio. Dos cuerpos desnudos yacientes sobre la
sobriedad de aquel lecho mientras los primeros rayos de sol del día acariciaban
su piel e inundaba la habitación. ¡Qué mala suerte no acordarse de nada! Claro
que ciertas amnesias invitan a inventar e idealizar la realidad vivida por
falta de datos.
Pico y pala. Derruir
antes de que se derrumbe. Recordar. Revivir. Volver a sentir. Y proyectar,
porque nunca muere aquello que se renueva. Dejar las cosas como han sido
siempre no es una forma de conservarlas, sino de ayudar a que se deterioren. Renovarlas
es resucitarlas, darles una nueva vida, y dar que hablar al pueblo, claro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario