Hoy
lo he vuelto a ver.
Hace veinte años ya desde que le
conocí. Sigue luciendo una larguísima barba, algo más recortada, eso sí, y
totalmente blanca. Ha desaparecido de su rostro, de sus manos y de su ropa ese
aspecto mugriento y desaliñado de entonces. ¿Cuántos años tendrá ya? Rondará
los sesenta y tantos. ¡Cómo pasa el tiempo! No recuerdo que usara gafas, le dan
un aspecto intelectual, le favorecen. Sigue conservando su atractivo y su
apacible semblante. De no ser porque su melena y su barba azabache se han
tornado de un blanco inmaculado, se diría que el tiempo no ha pasado por él.
Yo tenía veinte años entonces, la
cabeza llena de problemas y el corazón rebosante de tristeza. Ocupaba mis días
en tareas rutinarias que me mantenían distraída para no pensar. Una de ellas
era visitar con frecuencia a la Virgen del Pilar y a San Judas Tadeo, abogado
de causas desesperadas. Nunca colaboré con el negocio de las velas y donativos
de la Basílica. Sabía con certeza que la ayuda económica que yo pudiera aportar
era más necesaria fuera del templo, por ello repartía algunas monedas entre los
indigentes que encontraba a mi paso. Algunos de ellos eran ya caras conocidas,
las mismas personas en los mismos lugares. Mi generosidad no era igual con todos,
ancianos y niños siempre fueron mi debilidad. Les miraba a los ojos, les
sonreía y me devolvían un gesto de gratitud. Si cada persona con una moneda en el bolsillo me imitara, se
erradicaría la pobreza en el mundo, pensaba yo. Por una fracción de segundo sentía
que hacía algo bien. Pero esos momentos eran demasiado efímeros.
Aquella tarde, caminaba bajo los
porches del Paseo Independencia, camino del Pilar, cuando me abordó un
indigente, me cortó el paso y se dirigió hacia mí diciendo:
-¿Te
gusta la poesía?
-¡Claro
que sí!-, exclamé.
Aquel hombre sonrió. Sin dejar de
mirarme a los ojos, se apartó. Y con una leve inclinación, casi una reverencia,
me dejó seguir mi camino. Creí que era un loco. Me volví a observarle y ahí
seguía, con su particular “análisis del mercado” lanzando la misma pregunta a
los transeúntes. La mayoría pasaba de largo, como si no lo oyeran, como si no
pudieran verlo. Pero a él no parecía importarle, podría decirse que la
indiferencia era la respuesta a la que estaba más acostumbrado.
La poesía era por aquel entonces mi
mayor terapia: maquillar el sufrimiento con rimas, convertir la rabia en verso
y la desgracia en poemas. Era la forma de sacar de mí mis más oscuros
pensamientos y mostrárselos al mundo envueltos en papel de regalo.
La siguiente ocasión en la que pasé
por ese lugar me sorprendió ver un corrillo de gente. La curiosidad me llevó a
acercarme esperando encontrar algún artista desarrollando su trabajo ante los
ojos de la gente. Lo que encontré fue un panel a modo de mural donde se
alternaban poemas mecanografiados con carteles manuscritos con mensajes como: “Puede hojear sin compromiso” o “Firmo
y dedico libros”. En la parte superior, en el centro
del mural, se podía leer: Poeta callejero. Y allí, sentado en el suelo, apoyado
en una esquina, en segundo plano (porque el primero lo ocupaba su poesía)
estaba aquel indigente al que yo había tomado por loco.
Desde aquel día, para
mí era parada obligada aquel mural de la sabiduría. No había poema que no
transmitiera una lección de vida, cada verso era un torrente de positividad
desbordante.
Aquel hombre sin hogar no era un
mendigo; era un poeta, ¡un artista! Aquel hombre de la calle no pedía, ¡daba! Su sonrisa regalaba alegría. Su mirada, tranquilidad. Su voz transmitía paz.
Todo él estaba hecho de esa fuerza que plasmaba en sus poemas. Su poesía era el
espejo, sus poemas su reflejo.
Yo nunca preguntaba, era tanta mi
vergüenza que no me atrevía a hacerlo. Pero sí me paraba a escuchar cuando
otras personas hablaban con él. Así supe que venía de Argentina, que estaba de
paso, él siempre estaba de paso. Siempre sonriente, apasionado de su poesía. A
mí me hubiera gustado preguntarle si necesitaba algo, ropa, comida quizás o
incluso un lugar donde darse una ducha caliente.
Nunca lo hice.
Confié en que hubiera alguna casa de
acogida donde, al menos, pudiera guarecerse del frío. Confié en que alguien le
ofrecería la ayuda que yo no me atrevía a ofrecerle.
Compré su poesía, eso sí. Dos
poemas, dos sonetos, impresos en cartulina y protegidos por una funda de
plástico fino y trasparente. Así los conservo. En cuanto llegué a mi piso de
estudiante los puse como un poster más en la pared de mi cuarto, en un lugar
bien visible donde pudiera leerlos con frecuencia. Llegué a aprendérmelos de
memoria. Me hablaban a mí. Y conseguí que acabasen hablando de mí. Esas
palabras me han acompañado siempre, con el paso de los años y a pesar de las
mudanzas.
Hoy, al volver a encontrarme con el
poeta callejero, los he recuperado de lo alto de la estantería, enrollados, con
algo de polvo. Leer estos versos es retroceder en el tiempo: Ahora es el momento de hacer lo que más
quieres. No esperes al lunes, ni esperes a mañana. Que no aumente ante ti la
caravana de sueños pisoteados. Ya no esperes. No reprimas por miedo o cobardía.
No postergues la vida con más muerte, y no esperes más nada de la suerte que no
hay más que tu tesón y tu energía. Si tu sueño es hermoso dale forma como
esculpe el arroyo la ribera; como el viento que vive y se transforma. Y para
que todo resulte a tu manera, redacta para ti mismo tu norma y convierte tu
otoño en primavera. Para María de Malinowski, 8-10-96 Zaragoza.
La última vez que lo vi fue junto a
su mural, como siempre. Se acercó hasta mí y me dijo:
- Nunca pierdas tu sonrisa.
- No lo haré,- le contesté yo.
Me gusta. Me gusta mucho lo que cuentas y como lo cuentas. Y permíteme que insista, dale más vida a este espacio y déjanos disfrutar de tus letras.
ResponderEliminarBesos.
Gracias. Tengo poco tiempo, pero un buen maestro.
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