Música y vino

De mi abuelo heredé mis dos grandes pasiones: la música y el vino.
Su pasado siempre fue una incógnita para todos.
-          Abuelo, háblame de cuando eras niño, de tus padres, de tu infancia, ¿dónde naciste?- Le preguntaba yo.
-          Yo nací el día que llegué a este pueblo, y mi familia empieza en tu abuela.-  Me contestaba siempre él.
Ante la falta de información, y ayudada por mi gran habilidad para inventar historias, yo fantaseaba con un pasado de cuento para mi abuelo. Se llamaba Maximiliano. Y ya sólo su nombre me inspiraba hombres ilustres con intensas y emocionantes vidas. Maximiliano se llamaron varios emperadores del Imperio Romano Germánico de todos los tiempos; también de Hamburgo,  Baviera y México, y hasta el gran Robespierre, líder de la Revolución Francesa, se llamaba Maximiliano.
 Y no solo su nombre evocaba en mi mente un pasado de cuento para él. También su porte, su saber estar, su formación rica y cuidada, especialmente en Humanidades, pues era músico, pintor y poeta.
La familia de mi abuela, los Arrizabalaga, era de procedencia vasca pero llevaban ya muchos años viviendo en Cariñena. Los Arrizabalaga, al igual que otras familias cariñenenses, vivían del fruto de sus viñas. Tenían su propia bodega, donde elaboraban sus propios vinos: una apuesta arriesgada que empezaban a ver la luz. Una familia humilde, que a fuerza de ilusión y trabajo había conseguido que la calidad de sus vinos fuera comparable con riojas y riberas del Duero.
Mi abuelo llegó a Cariñena como maestro de escuela. Su equipaje era extremadamente ligero: una pequeña maleta, un par de libros y un violín. De su pasado nada sabían, tan sólo que venía recomendado por unos monjes benedictinos riojanos, también viticultores, en cuyo monasterio Maximiliano había compaginado su trabajo en la bodega con el de músico de capilla.
Al llegar a Cariñena se hospedó de patrona en casa de los Arrizabalaga: cama y comida a cambio de una asignación mensual. Pero en aquella casa encontraría mucho más que un techo y un plato caliente. En aquella casa conocería a María. Y fue en aquel momento cuando, según sus palabras, Maximiliano nació.
Mi abuela María se casó con el maestro de la escuela, el músico,… el forastero misterioso. Y mi abuelo, además de ser el maestro del pueblo, se convirtió, por amor, en viticultor.
Años más tarde era a aquella casa grande, de pueblo, donde volvía con mis padres siempre que teníamos ocasión (fin de semana, vacaciones,…). Me encantaba corretear por los graneros, los lagares, la cuadra, el jardín, escuchar los cuentos que mi abuelo me contaba al calor del hogar, degustar los exquisitos guisos de mi abuela y sus postres tan deliciosos,… Pero sobre todo anhelaba el momento de mi clase de música, el sonido del violín, la flauta y el clarinete en sus manos. Bajábamos a la bodega. Allí estaba, y sigue estando, nuestro rincón musical, como yo bauticé a este lugar. Mi abuelo me enseñó todo lo que sé de música, rodeada de vino. Mi abuelo me enseñó todo lo que yo sé de vino, rodeada de música

Y así me crié yo. Escuchando los acordes de las creaciones de mi abuelo. Escuchado cómo el violín jugueteaba con el mosto de la uva recién prensada. Cómo el clarinete, en su registro grave, se embriagaba del olor a madera húmeda de las barricas de roble francés. Cómo la flauta chapoteaba tímidamente en el líquido azabache. Ese maridaje entre música y vino era, no me cabe duda, la clave del éxito de los vinos Arrizabalaga, cada vez de mayor calidad y reconocimiento.
Música con rima poética, poesía con armonía. Arte en cada botella. Mi abuelo diseñaba cada botella, cada etiqueta, cual si de una obra de arte se tratara. Las etiquetas eran hermosos cuadros en miniatura. Hasta los corchos tenían su propia identidad. La tipografía de la letra, cuidada y exquisita, contenía poesía. Aún resuenan en mi mente lo poemas que emanaban de su boca en cada cata:
A la vista, limpio, brillante, bien cubierto con atractivo rojo picota y ribete granate. En nariz, potente y complejo, marcadas notas balsámicas y especiadas con sutiles matices de cuero y frutos maduros. Vigorosa entrada en boca, bien equilibrado, largo final que conjuga matices de fruta madura.

Hoy, más que nunca, en la madurez, cuando los recuerdos se apoderan de mi mente, cuando solo existe el pasado porque el futuro se prevé breve, pongo orden a mis pensamientos aquí, en esta bodega, rodeada del aroma húmedo de los barriles y con la sola compañía de mi violonchelo y la música, que, todavía no sé cómo, fluye aún ágil y ligera de estas manos torpes.

Tal vez mi abuelo no fuera hijo de reyes. Tal vez por mis venas no corra sangre azul. Pero lo que sí sé, sin lugar a dudas, es que mi corazón late a ritmo de adagio con complejidad de matices sensoriales, con refinados y elegantes taninos y matices de fruta madura.

Cuerda, viento y percusión

Relato ganador del I Certamen de Relatos TRILCE Isla Literaria


Soy director de orquesta. Además de pianista, violonchelista y compositor.

Cuando me siento al piano, noto como todo él me arrulla. Me siento en su regazo y él me acoge en su seno. Me da paz. Acaricio el teclado, tan suave… Siento como, una a una, sus teclas se entrelazan con mis dedos, y mi cuerpo se estremece. Lo toco. Vibran sus cuerdas. Resuena todo él. Su sonido penetra en mí y también mi cuerpo vibra. Me toca. Se me eriza el vello en brazos y piernas, mientras mis dedos, ágiles, expertos, recorren el teclado colmándolo de caricias en forma de acordes y melodías. Y yo también me dejo tocar, por la dulzura de Schubert, la pasión de Bach, la maestría de Chopin, la sensibilidad de Tchaikovski,… Del moderato al presto, del piano al fuerte, de la serenidad a la locura,.. dejándome llevar por la música hasta alcanzar el clímax. Nunca es igual. Cada ejecución es única. Pero siempre, siempre, siempre es una experiencia irresistiblemente placentera.

Con el chelo es diferente. Yo lo domino a él. Su posición es sumisa.
Lo coloco entre mis piernas. Lo acerco a mi pecho y lo inmovilizo junto a mí con mis manos y mis brazos. Esas curvas sugerentes… ¡Es la Diosa de la Música convertida en instrumento musical! Inhalo su aroma a madera noble, pulida y barnizada. Deslizo mis dedos por sus cuerdas, desde el mástil hasta el puente. Comienza el juego de seducción cuando pellizcos sus cuerdas con un pizzicato juguetón, pícaro y provocador. Compruebo, una a una, que están perfectamente afinadas, antes de comenzar el calentamiento con el arco. Con decisión. De los agudos a los graves. De los graves a los agudos. Despacio al principio y acelerando el tempo poco a poco. Hasta que sus susurros iniciales se convierten en ruegos, en lamentos, en jadeos, en súplicas pidiéndome más, más música, más rápido, más fuerte,… ¡Más!

Pero donde mi cuerpo se colma de gozo es con la orquesta. Colorido tímbrico. Mezcla de texturas. Contraste armónico y melódico, fusión de timbres. Cuerda, viento y percusión, todo a mi merced. Yo tengo el poder. Yo tengo la batuta. Fina, ligera, hecha de fresno, sencilla y de tacto suave. Subo a la tarima y la alzo en mi mano. El auditorio huele a metal, a madera, a terciopelo, a ilusión, nervios y expectación. Todos los músicos miran expectantes mi batuta. La batuta en alto congela la escena, ensordece el silencio y paraliza la respiración del oyente. Saboreo ese momento. Son sólo unos segundos, pero sólo yo decido cuantos segundos. Finalmente, con un ligero gesto, marco la direccionalidad de la melodía. La percusión marca el ritmo. El clarinete, en su registro grave, rompe el silencio con la melodía principal. El oboe le sigue. Al momento se suman violines, violas, metales y poco a poco toda la orquesta. No los veo, pero los siento. Puedo percibir como disfrutan con cada compás que ejecutan. Mis manos dominan la orquesta, la muevo a mi tempo, a mi ritmo, ahora pianissimo en un susurro, ahora fortissimo en un grito desgarrador. De pronto, ¡un giro! Doy la entrada al solista, que nos distrae, nos relaja, nos confunde, nos cautiva. Ahora, ¡toda la orquesta! Retomo el tema principal buscando el final. La tensión se puede tocar. Y yo puedo tocar el cielo con mis manos cuando el público irrumpe en aplausos y me lleva al más dulce de los éxtasis.

No conozco la luz. Soy ciego. Nací ciego. Tal vez por eso estoy dotado de este don. Tal vez por eso, en contraprestación a esta carencia, desarrollé mis otros sentidos de forma extraordinaria. El gusto. El olfato. El tacto. El oído.


El oído, ese es mi don. Soy director de orquesta. Sí, ciego y director de orquesta. Además de pianista, violonchelista y compositor. Veo, saboreo, huelo y siento el mundo a través de mi oído, a través de su música. La vida es Música. Es la música quien acompaña mi soledad,  quien provoca el llanto y seca mis  lágrimas con un beso, quién me abraza con ternura, quién me seduce, por quién lucho y me rindo cada día, mi pasión,  la que corre por mis venas. Mi vida. Y vivirla así es un placer que no se puede explicar con palabras.

La inspiración de la última parte, el director de orquesta, está en este video: Danzón Nº 2 de Arturo Márquez, dirigido por Gustavo Dudamel

La teta de Raquel

Raquel, la brujilla literaria.
Raquel, la escritora.
Raquel, la doctora.
Raquel, la seductora que te embriaga con sus palabras.
Raquel, la madre, la amiga, la hermana,
la que siempre acude cuando la llamas.
Raquel, la mujer apasionada,
musa en mil relatos inmortalizada.
Raquel, la de las manos mágicas,
que cuando te tocan te calman los dolores del alma.
Raquel, la que escucha.
Raquel, la que abraza.
Raquel, la que nunca descansa.
Raquel es mucho más que una teta.
La teta de Raquel,
tan cerca de su corazón como para contagiarse de su bondad,
tan lejos de su cabeza como para no pervertirse con su locura.
Raquel, mi querida amiga.
Raquel, mi socia literaria.