La leyenda de la hija de la Montaña

Cuenta la leyenda que en lo más alto del Pirineo aragonés, la Montaña construyó un palacio para su más bella hija. Sin duda era la criatura más bonita sobre la faz de la Tierra. Sus cabellos de oro habían sido tejidos por los rayos del Sol. Su piel, suave y tersa, bañada por la Luna. Su voz, risueña y alegre, recordaba al cantar de los riachuelos al abrirse paso entre la montaña. Su carácter duro, como pura roca, y su corazón inmenso como el horizonte. Las estrellas le dieron su nombre: Ester.
Pero la hija de la Montaña se sentía atrapada en aquel palacio. Su espíritu aventurero le hacía ser inconformista con la vida que le había tocado vivir en aquel paraíso natural que a ella se le antojaba una jaula. Y es que la princesa, lo que de verdad deseaba, era vivir en la ciudad.
Su madre, la Montaña, por amor a su hija y muy a su pesar, accedió a hacer realidad su deseo. Se despidió de ella, confiándole su bienestar al río Caldarés, que la condujo hasta el Ebro y la llevó a Zaragoza.
Las altas cumbres lloraban. Nunca se conocieron antes tormentas tan terribles ni truenos tan atronadores como los que en aquellos días se sufrieron a consecuencia de los llantos de la Madre Tierra. Las fuertes lluvias provocaron inundaciones y corrimientos de tierras convirtiendo aquel paraíso terrenal en el mismo infierno.
Un buen día, los duendes y hadas de la montaña, hartos como estaban ya de aquel sin vivir entre tanta catástrofe natural un día sí y otro también, se unieron para tratar de calmar el disgusto de la Montaña. Decidieron elaborar un conjuro que permitiera que la bella princesa de cabellos de oro pudiera regresar algún día.
- Señora y Montaña nuestra –dijo el portavoz de los duendes dirigiéndose a ella con respeto-. Si bien ningún río podrá nunca invertir su cauce para retornar a su amada hija hasta aquí, así como tampoco la lluvia puede ser devuelta al cielo, nosotros sí podemos interceder para que su vuelta sea posible.
- Solo una fuerza es capaz de mover montañas –dijo entonces la portavoz de las hadas-, y esa fuerza es el Amor. Por eso hemos creado el conjuro con el que la princesa se enamorará del hombre que consiga vencer las fuerzas de la Naturaleza y, solo entonces y por amor, ella volverá a la montaña.
Nunca sabremos si fueron los duendes y hadas del Pirineo, o fue asunto del azar, por lo que el caballero Chencho se cruzó en la vida de la princesa Ester de forma tan….  -al menos en apariencia- accidental. Lo cierto es que mientras el caballero Chencho conquistaba a la princesa con figuritas de madera, ella, sin apenas darse cuenta, aprendía a distinguir una encina de un olivo y a leer en los anillos formados en el interior del tronco de los árboles.
El caballero Chencho le mostró que es posible desafiar las leyes de la Naturaleza y que con un poco de destreza puede incluso llegar a ser divertido. Le enseñó que los ríos no solo se bajan, sino que también se suben, se trepan ¡y se saltan!, sin miedo a la corriente, la altura o la profundidad.
La princesa no tardó en mostrar su destreza y valentía haciendo cañones, bajando barrancos, escalando pendientes,… y  juntos subieron a los picos más altos, ¡Chencho incluso se atrevió a hacerlo corriendo o montado sobre su corcel de dos ruedas! Mientras ella se iba enamorando cada día un poco más de su valiente caballero y de aquella Naturaleza y aquella montaña que la había visto nacer.
Un día él le dijo:
- ¡Cásate conmigo!
A lo que ella contestó:
- Nada me haría más feliz que casarme contigo en plena montaña.

Estaba escrito.
Hoy brilla el sol, sonríen las flores y cantan las aves porque Ester y Sergio se unen para siempre en matrimonio aquí, en este lugar, en su amado Pirineo, en su querida montaña.
Hoy se cumple la leyenda. 
Así que, ya lo sabéis: El amor mueve montañas.
No lo olvidéis nunca. 



El Jardín de las Delicias


Al apetito sexual le pasa como a la luna: tiene sus eclipses. Pero, por fortuna, llega un momento en que el astro rey, Sol todopoderoso, señor y dador de vida, se cansa de andar de acá para allá jodiendo con el foquico, repliega sus destellos y se retira a dormir. Es entonces, tras la mágica hora azul, al llegar el crepúsculo, cuando la Luna se queda sola, a oscuras, en la intimidad de la penumbra, iluminada tan solo por el guiño de alguna estrella fugaz y en compañía de la Tierra y algún que otro planeta lejano.
No obstante, anoche debieron confabularse todos los astros. Sin duda, la Luna habría planeado verse con Venus y ambas acabaron alineadas con Júpiter y Marte. Seguramente, las brujas, elaboraron sus hechizos y conjuros más portentosos. Probablemente, los duendes juguetones y las hadas traviesas se colaron en mi cama y perturbaron mis sueños con sus travesuras.
Aunque tal vez la cosa fuera más sencilla que todo eso y lo que pasó anoche es que sufrí los efectos secundarios de algún aderezo líquido con el que acompañé la exquisita cena a la que me invitó una no menos exquisita compañía. Y tanta exquisitez junta, después de una tarde repleta de emociones y sensaciones a cual más excitante pues…. es lo que tiene, que cuando la conciencia se retira a descasar (como el sol) el subconsciente se va de marcha con la Luna. El caso es que yo, que me había ido sola a la cama con la sola y sana intención de dormir sin más, me vi envuelta en un sarao tan indescriptible como inesperado.
Estaba sentada en un auditorio disfrutando de la obra que lleva por título El Olimpo de los Dioses en un concierto monográfico que ofrecía su autor. Todo se desarrollaba con normalidad, hasta que al llegar al séptimo movimiento, el dedicado a Apolo, Dios de la Música, la Belleza y la Perfección, descubrí que el auditorio se había quedado vacío y que toda la orquesta tocaba solo para mí. No sabía en qué momento habían abandonado sus asientos el resto de los asistentes, ni qué les había podido pasar. En taquilla habían tenido que colgar el cartel de “no hay entradas” y en cambio ahora... Pero eso no impidió que siguiera disfrutando de la música con total normalidad y, posiblemente, mayor agrado.
Tras el séptimo movimiento llegó el octavo, dedicado a Afrodita, diosa de la sexualidad, la lujuria y el deseo, y la repetitiva marcha solemne anterior se alejó dejando paso a la sensualidad del piano, solo, melódico,… enigmático. Entonces me sentí hipnotizada. Embelesada por aquellos acordes. Podía ver y hasta palpar cómo la música salía de aquel piano. Y no es una metáfora, ¡lo veía de verdad! No solo veía la música con mis oídos, sino también con mis ojos. Distinguía claramente cómo salía de los violines, de los vientos,…. Y podía ver como las distintas melodías se entrelazan y se fusionan formando un torrente de armonías que parecía flotar en el aire en dirección a mí. La Música me abrazó, me elevó por los aires haciéndome levitar. No tenía miedo de caer. Al contrario, me sentía segura, muy a gusto y embriagada por una enorme excitación.
De pronto, ya no estaba flotando dentro de un auditorio sino en un cielo azul sin nubes, sobre un prado verde e infinito. Había gente, mucha gente, hombres y mujeres de todas las razas. Todos estaban desnudos, como lo estaba yo. También había animales, cuadrúpedos, reptiles, terrestres, aves, anfibios,… Todos en armonía, como una gran orquesta. ¡La orquesta de la vida! Pero yo no los veía, ni los oía, porque la melodía que hasta ahora me envolvía en un abrazo estaba empezando a penetrar por mis oídos, mi boca, mi nariz,… por todas y cada una de las cavidades de mi cuerpo. Mi respiración se agitaba. Se aceleraba el ritmo de los latidos de mi corazón. Mi piel se erizaba al contacto con el torbellino de notas que recorría mi interior. No pude evitar que mi cuerpo convulsionara de gozo al tiempo que mi garganta tratará de emitir un grito jadeante. Pero en ese instante una luz me cegó y un trueno atronador me ensordeció por completo rompiendo la magia de aquel Jardín de las Delicias.  
Siguiente movimiento: Ares y Atenea, dioses de la guerra.
Lo siguiente que recuerdo es oscuridad, frio, humedad. Seguía desnuda. Algo me rasgaba las muñecas y los tobillos. Cuando mis ojos se acostumbraron a la falta de luz pude comprobar que estaba atada a unas cuerdas, similares a las de una guitarra o algo parecido.
¡Una lira! Era una gran lira, símbolo universal de la Música, la que me tenía presa como si de una tela de araña se tratase. Bajo mi cabeza, en el suelo, podía distinguir tiradas las miles de notas, figuras, compases y acordes que poco antes me habían hecho vibrar. El solo recuerdo de aquella experiencia me hacía estremecer de nuevo. Otros cuerpos estaban atados, al igual que el mío, a otros instrumentos. Quise hablarles pero no pude emitir sonido alguno. Mi voz había enmudecido. Tampoco mis oídos percibían nada. Sorda y muda. ¡¿Acaso había mayor desgracia para los amantes de la Música?! Atrapados en sus pasiones, sin poder disfrutar con ellas ni de ellas.
De pronto, una cosa negra y peluda con múltiples patas de dirigió zancuda hacía donde yo estaba. Se acercó, me olisqueó y succionando los dedos de mi pie derecho con su boca viscosa, se relamió mientras se alejaba. Se dirigió al cuerpo que estaba atado a la viola de gamba y lo devoró de un bocado. Mi esperanza deseó que aquel bicho asqueroso hubiera quedado satisfecho, pero no fue así. Volvió a acercarse a mí, metió una de sus asquerosas patas en mi boca y yo cerré los ojos esperando que me arrancara la cabeza de un zarpazo. Pero tampoco fue eso lo que ocurrió. Con otras dos patas separó mis rodillas y sacó una lengua en forma de víbora que se dirigía presta hacía mi…
Y desperté entre palpitaciones y desconcierto. Desperté desmelódica, desarmónica y dismódica. Totalmente átona y atónita. Algo asustada, pero misteriosa e inexplicablemente excitada.
Para una vez que no se me eclipsa la luna, resulta ser un sueño.

El poeta callejero


Hoy lo he vuelto a ver.

          Hace veinte años ya desde que le conocí. Sigue luciendo una larguísima barba, algo más recortada, eso sí, y totalmente blanca. Ha desaparecido de su rostro, de sus manos y de su ropa ese aspecto mugriento y desaliñado de entonces. ¿Cuántos años tendrá ya? Rondará los sesenta y tantos. ¡Cómo pasa el tiempo! No recuerdo que usara gafas, le dan un aspecto intelectual, le favorecen. Sigue conservando su atractivo y su apacible semblante. De no ser porque su melena y su barba azabache se han tornado de un blanco inmaculado, se diría que el tiempo no ha pasado por él.
          Yo tenía veinte años entonces, la cabeza llena de problemas y el corazón rebosante de tristeza. Ocupaba mis días en tareas rutinarias que me mantenían distraída para no pensar. Una de ellas era visitar con frecuencia a la Virgen del Pilar y a San Judas Tadeo, abogado de causas desesperadas. Nunca colaboré con el negocio de las velas y donativos de la Basílica. Sabía con certeza que la ayuda económica que yo pudiera aportar era más necesaria fuera del templo, por ello repartía algunas monedas entre los indigentes que encontraba a mi paso. Algunos de ellos eran ya caras conocidas, las mismas personas en los mismos lugares. Mi generosidad no era igual con todos, ancianos y niños siempre fueron mi debilidad. Les miraba a los ojos, les sonreía y me devolvían un gesto de gratitud. Si cada persona con una moneda en el bolsillo me imitara, se erradicaría la pobreza en el mundo, pensaba yo. Por una fracción de segundo sentía que hacía algo bien. Pero esos momentos eran demasiado efímeros.

          Aquella tarde, caminaba bajo los porches del Paseo Independencia, camino del Pilar, cuando me abordó un indigente, me cortó el paso y se dirigió hacia mí diciendo:
          -¿Te gusta la poesía?
          -¡Claro que sí!-, exclamé.
        Aquel hombre sonrió. Sin dejar de mirarme a los ojos, se apartó. Y con una leve inclinación, casi una reverencia, me dejó seguir mi camino. Creí que era un loco. Me volví a observarle y ahí seguía, con su particular “análisis del mercado” lanzando la misma pregunta a los transeúntes. La mayoría pasaba de largo, como si no lo oyeran, como si no pudieran verlo. Pero a él no parecía importarle, podría decirse que la indiferencia era la respuesta a la que estaba más acostumbrado.

         La poesía era por aquel entonces mi mayor terapia: maquillar el sufrimiento con rimas, convertir la rabia en verso y la desgracia en poemas. Era la forma de sacar de mí mis más oscuros pensamientos y mostrárselos al mundo envueltos en papel de regalo.
           La siguiente ocasión en la que pasé por ese lugar me sorprendió ver un corrillo de gente. La curiosidad me llevó a acercarme esperando encontrar algún artista desarrollando su trabajo ante los ojos de la gente. Lo que encontré fue un panel a modo de mural donde se alternaban poemas mecanografiados con carteles manuscritos con mensajes como: “Puede hojear sin compromiso” o “Firmo y dedico libros”. En la parte superior, en el centro del mural, se podía leer: Poeta callejero. Y allí, sentado en el suelo, apoyado en una esquina, en segundo plano (porque el primero lo ocupaba su poesía) estaba aquel indigente al que yo había tomado por loco. 
          Desde aquel día, para mí era parada obligada aquel mural de la sabiduría. No había poema que no transmitiera una lección de vida, cada verso era un torrente de positividad desbordante.
          Aquel hombre sin hogar no era un mendigo; era un poeta, ¡un artista! Aquel hombre de la calle no pedía, ¡daba! Su sonrisa regalaba alegría. Su mirada, tranquilidad. Su voz transmitía paz. Todo él estaba hecho de esa fuerza que plasmaba en sus poemas. Su poesía era el espejo, sus poemas su reflejo.
        Yo nunca preguntaba, era tanta mi vergüenza que no me atrevía a hacerlo. Pero sí me paraba a escuchar cuando otras personas hablaban con él. Así supe que venía de Argentina, que estaba de paso, él siempre estaba de paso. Siempre sonriente, apasionado de su poesía. A mí me hubiera gustado preguntarle si necesitaba algo, ropa, comida quizás o incluso un lugar donde darse una ducha caliente.
         Nunca lo hice.
         Confié en que hubiera alguna casa de acogida donde, al menos, pudiera guarecerse del frío. Confié en que alguien le ofrecería la ayuda que yo no me atrevía a ofrecerle.
      Compré su poesía, eso sí. Dos poemas, dos sonetos, impresos en cartulina y protegidos por una funda de plástico fino y trasparente. Así los conservo. En cuanto llegué a mi piso de estudiante los puse como un poster más en la pared de mi cuarto, en un lugar bien visible donde pudiera leerlos con frecuencia. Llegué a aprendérmelos de memoria. Me hablaban a mí. Y conseguí que acabasen hablando de mí. Esas palabras me han acompañado siempre, con el paso de los años y a pesar de las mudanzas.
            Hoy, al volver a encontrarme con el poeta callejero, los he recuperado de lo alto de la estantería, enrollados, con algo de polvo. Leer estos versos es retroceder en el tiempo: Ahora es el momento de hacer lo que más quieres. No esperes al lunes, ni esperes a mañana. Que no aumente ante ti la caravana de sueños pisoteados. Ya no esperes. No reprimas por miedo o cobardía. No postergues la vida con más muerte, y no esperes más nada de la suerte que no hay más que tu tesón y tu energía. Si tu sueño es hermoso dale forma como esculpe el arroyo la ribera; como el viento que vive y se transforma. Y para que todo resulte a tu manera, redacta para ti mismo tu norma y convierte tu otoño en primavera. Para María de Malinowski, 8-10-96 Zaragoza.
           
          La última vez que lo vi fue junto a su mural, como siempre. Se acercó hasta mí y me dijo:
          - Nunca pierdas tu sonrisa.
          - No lo haré,- le contesté yo.