Con clave

¿Con clave de FA
y de falsete
me vienes con fanfarrias?
Lo que yo quiero
es escuchar tu fagot
interpretando el Fuego Fatuo
de la famosa fantasía de Falla.
Sabes que de tu arte,
como de ti,
soy fanática,
que te echo de menos
cuando me faltas,
fantaseo con tus besos
y fabrico caricias
que fascinan mi alma.
Debería ser mas fácil amarte
y que me amaras,
sin fallos,
miedos,
sospechas
ni faltas.

Con clave de DO
pareces dócil,
aunque me dominas;
tienes el don de domar
mis dolencias.
Dormir acurrucados
una mañana de domingo
es mi sueño dorado,
ser tú mi doncel y
yo tu doncella;
sobran donjuanes donde tú estés,
solo tú eres mi dogma,
mi doctrina.

Con clave de SOL
solfeas con soltura
solo para mí,
siempre solista,
eterno solitario
en su solemne soliloquio.
Como solución a tus lluvias
solicito
soliviantar a tu soledad,
solventar tu tristeza,
solapar tus sollozos
con solidarias sonrisas,
soldar tus nubes
con días soleados
y sólidos solsticios solaces.

Luna llena

Aquella noche Diego tampoco podía conciliar el sueño.  Eran muchas las noches que pasaba en vilo, mirando al cielo, observando la luna. Ese maldito insomnio estaba consumiéndole. Empezó a buscar figuras entre las estrellas. Allí Orion... Allá Perseus...  Su atención se posó en la luna, aquella noche la luna estaba llena, más llena y redonda que nunca, inmensa, exultantemente hermosa.
Fijó su mirada en ella y quedó hipnotizado. Luna, ¿qué ves?, ¿cómo me ves?, pensó para sí. El reflejo que vio de sí mismo en el espejo de la luna le horrorizó. Empezó a pensar en sus canas y en aquellos lejanos años en los que pensaba que nunca llegaría a verse maduro. Se sentía como un extraño en su propio cuerpo y en su propia vida. Una vida de éxito con un puesto de éxito en una empresa de éxito. A vista de todos era lo que, ingenuos, llaman “un triunfador”, pero en cambio por momentos se sentía tan desgraciado... Una angustia desconocida se apoderaba de su ser ante tantas preguntas sin respuesta. Y esa luna... que le miraba de ese modo... desafiante... Tal vez ella lo sabía todo.
Decidió buscar respuestas a aquellas incógnitas ocultas. Se vistió y cogió las llaves del coche dispuesto a conducir hacía ninguna parte. Susana dormía plácidamente, con su pelo suelto desparramado sobre su espalda desnuda. Era bonita, muy bonita. Una más de las muchas mujeres que se acercaban a Diego por su porte, su estilo, su cuerpo, su inteligencia,... y trataban de complacerle por su dinero. Para Diego eran diversión y grata compañía, pero ninguna había llegado a robarle el corazón. ¿Tal vez Susana? No. Se sentía ingrato con ella al pensar así pero... No. Tampoco Susana.
Salió de casa dispuesto a conducir hasta el amanecer. Sólo quería huir. No tenía prisa, pero deseaba estar lejos, sin más compañía que su soledad y la luna llena que lo iluminaba todo. Pero su alma no estaba en calma. Encendió la radio de su coche. La Primavera de Vivaldi solo aportaba melancolía a su corazón. ¡Claro, 21 de marzo, había llegado la primavera! Entonces encendió el CD. Las primeras notas de You make me feel so young de Michael Bubblé le hicieron sonreír. Esas canciones trajeron a su mente recuerdos agradables. Esbozó una sonrisa. No dejaba de ser paradójico: “Tú me haces sentir tan joven” al comienzo de una nueva primavera, y él, que hacía ya tiempo que había empezado a dejar de sentirse joven. Y así condujo hasta que la luna y la noche dieron paso al sol de una nueva mañana. Vio una gasolinera y una cafetería al estilo fifties donde yo trabajaba sirviendo cafés y bollos. Le pareció un lugar apropiado para aportar a su cuerpo la dosis de cafeína necesaria cada mañana. Y así fue como me encontró.
Perdón, todavía no me he presentado. Me llamo Cristina.
Muy amablemente me pidió un café con leche muy cargado, pero no pudo acabar la frase al reconocerme. ¡No lo podía creer! Y a juzgar por la expresión de su cara, él tampoco. Hacía... ¿cuántos años? ¿18? ¿20? Demasiados. Fuimos amigos. Más que amigos. Le amé como jamás en mi vida he sido ni seré capaz de amar a un hombre. Y él... ¡Oh, Diego!
Hacía varios meses que el cierre de la empresa donde trabajaba como contable me obligó a buscarme la vida. Con un hijo en plena adolescencia, ¿qué podía hacer? Estábamos solos mi hijo y yo. Su padre se piró antes de que él naciera, ¡el muy malnacido! Hasta entonces habíamos vivido bien, pero desde hacía unos meses... Todo eran apreturas.
Mi historia con Diego hubiera prosperado si yo no hubiera puesto fin a nuestra relación. Estábamos realmente enamorados, pero yo era un lastre para sus aspiraciones. Él tenía talento y su destino estaba lejos de mí. Voló muy alto. Yo no hubiera podido seguirle y tampoco quería convertirme en su sombra. No sé, tal vez me equivoqué. El caso es que él tampoco volvió nunca a buscarme. Años después supe de él por la prensa y entendí que lo había perdido para siempre.
Esperé a que se fuera el único cliente que en ese momento había en la cafetería para colgar el cartel de “vuelvo enseguida” y bajar las persianas. Cuando me giré, Diego estaba ahí, de pie, a escasos centímetros de mí. Dije su nombre y acaricié su mejilla. Como si fuera la señal que él estaba esperando, me asió por la cintura y me abrazó con fuerza. Respiré hondo, embriagándome de su olor. Ese olor... Un escalofrío recorrió mi espalda y, de repente, de mi cuerpo afloró una bella sensación que ponía diques al raciocinio y avivaba el fuego de una pasión oculta durante tantos años. Deslizó sus manos de mi cintura a mi trasero, pidiendo más. Me besó. O tal vez fui yo quien le besó a él. Nos besamos. Con urgencia al principio, como si nuestro tiempo se acaba en ese instante. Lentamente después, sintiendo el tacto entre mis labios y sus labios, su sabor, su olor,...
Había un montón de cosas que me hubiera gustado preguntarle, pero temía que las palabras enfriaran aquel loco arrebato. Le invité a pasar a la trastienda, donde está el obrador de bollería, panadería y los sacos de los diversos tipos de café. El olor de ese lugar es celestial a primera hora de la mañana, cuando los cruasanes están recién hechos. Impaciente cerró la puerta tras de sí y sus ojos se encendieron de deseo. Abrió mi camisa con urgencia y contempló mi pecho desnudo. Entre besos y caricias empezamos a desnudarnos mutuamente. ¡Oh, Diego! ¡Qué bien le habían sentado los años! Las prisas volvieron a mis manos, a sus manos, a mi boca, a su boca, quería ser suya ahí y ahora, pero no quería que ese momento acabara nunca. Buscaba la tranquilidad que da la impaciencia, pero el delirio de aquella realidad apasionada turbaba mi sosiego.
Nunca me hubiera saciado de él.
Tras compartir un café y ponernos al día sobre nuestras vidas, le acompañé al coche. En los escasos veinte pasos que recorrimos hasta su coche el cielo se oscureció. La mañana había amanecido despejada pero el cielo se puso gris de repente y el viento empezó a agitarlo todo. Empezó a llover. Un ligero chispeo al principio que enseguida se convirtió en tormenta.
-¡Vaya, el cielo llora al despedirme de ti! –le dije.
Nos refugiamos en su coche. La felicidad y la tristeza me ahogaban por igual. Por su mirada supe que él sentía lo mismo que yo. ¡Y ese aguacero repentino! Parecía cosa de brujería. O tal vez fuera simplemente energía, la energía que brotaba de nuestros pensamientos, de nuestros corazones, de nuestro encuentro fortuito.
-¿Qué te ha traído aquí? -le pregunté.
-La luna -me contestó. 
Nos dijimos adiós con la mirada y nos fundimos en un abrazo.
-Vente conmigo -me dijo.
-No, Diego. Tu camino y el mío hace años que se separaron. Pero ahora ya sabes dónde sirven el mejor café con leche muy muy caliente –le contesté con picardía mientras bajaba del coche tratando de arrancarle una sonrisa.
Puso el coche en marcha. El CD volvió a sonar al tiempo que la lluvia cesó. O tal vez la lluvia cesó al tiempo que comenzó a sonar la música. Esta vez la canción era It’s a beautiful day.
Le vi alejarse mientras le decía adiós con la mano. Cuando ya no podía verme limpié una lágrima que involuntariamente rodaba por mi mejilla.
Y en el cielo de nuevo lucía el sol.
Está vez el sol no estaba solo, un precioso arco iris cruzaba el cielo.
De pronto, Diego tuvo claro cuál era su destino.



Haz música en mí


Toma mi cuerpo como pentagrama
y cólmalo de notas con tus besos,
yo tejeré de acordes unos versos
para degustarlos juntos, en calma.

Seduce con música a quien te ama,
quede tu virtuosismo en mi piel preso;
mi cuerpo es adicto a ti, lo confieso,
como adicta a tu arte es mi alma.

Interpreta en mí una obra maestra
al tempo que marque tu corazón,
deja que fluya por tu mano diestra

con dosis de locura y sinrazón.
Mis cinco sentidos forman la orquesta.
¡Qué suene la música con pasión!


LA NINFA DEL TIÉTAR

Ganador del XI Certamen de Relato Corto de la Asociación Cultural La Risquera
El Hornillo (Ávila)

El nuevo guarda forestal había llegado al pueblo en una calurosa tarde de agosto. Se llamaba Jorge y aunque tenía cara de buena persona nadie se fiaba de él por el simple hecho de tener la profesión que tenía. La Guardia Civil y los forestales no eran bien recibidos, no era nada personal, ni siquiera era un capricho o un rechazo pasajero, era más bien una tradición ancestral en un pueblo de rituales y ancestrales tradiciones, siempre había sido así y así debía seguir siendo. Tanto unos como los otros lo sabían y evitaban el paso por sus calles salvo que fuera estrictamente necesario por motivos profesionales, como aquella vez que se declaró un incendio y el fuego alcanzó el pinar de San Antón. 
     Pero Jorge parecía no estar al tanto de esas costumbres, o tal vez las conocía y no le importaban, el caso es que había osado instalarse en el pueblo y nada menos que en la antigua casa de los Ermitaños. ¡Menuda ocurrencia!, todo el mundo sabía que esa casa estaba encantada. Los vecinos observaban desde sus ventanas o desde algún resquicio de sombra en plena calle cómo el nuevo forestal descargaba su equipaje y algunos enseres de su todoterreno. Jorge sudaba de lo lindo con tanto ir y venir entrando y saliendo del que sería su nuevo hogar, pero nadie se acercó a ofrecerle su ayuda, ni siquiera a presentarse. Abrió las ventanas y dejó de par en par las puertas del patio y la cochera, de modo que todo el que pasaba por allí podía ver el interior de la casa misteriosa. 
     Los Ermitaños no eran tales ermitaños, ese era el mote con el que todo el mundo conocía a la Paca y al Julián, los últimos habitantes de aquella finca, por su carácter místico y huraño. Desde que desapareció Alba, su sobrina, nadie había vuelto a habitar aquel lugar. Una mañana de agosto los servicios sociales se presentaron en su casa y se llevaron al matrimonio. Unos decían que a una residencia. Otros que a un manicomio. La verdad nunca se supo. 
     Alba venía a finales de junio y pasaba todo el verano en el pueblo. Llegaba en un coche que parecía sacado de otra época, el conductor permanecía impasible sentado al volante mientras la niña bajaba del vehículo, abría el maletero y sacaba su equipaje con ayuda de su tío. Ni una palabra, ni un adiós, ni un gesto, el coche desaparecía y no volvía a verse hasta que venía a recogerla a primeros de septiembre, puntual a su cita.
     Alba era una niña tan extraña como sus tíos. No se relacionaba con nadie, no tenía amigas, apenas pisaba la calle. Solo al caer la tarde de los días en que el cielo desplegaba su luna llena se le veía encaminarse hacia el río con un vestido blanco largo hasta los pies, unas ligeras sandalias y su larga melena rubia recogida en un moño. Algunos chavales, estimulados por la curiosidad y atraídos por la exultante belleza natural de la joven, habían tratado de descubrir dónde iba Alba cada noche de luna llena. Ni su ropa ni su calzado eran adecuados para andar por aquellos senderos ni para trepar río arriba y, mucho menos, de noche, por muy iluminado que estuviera el monte en aquellas noches mágicas. Pero ninguno había conseguido nunca darle alcance, después de andar más de una hora tras ella, inexorablemente la perdían de vista al llegar a la cascada de Las Brujas. 
     El último año que Alba vino al pueblo lo hizo embarazada. Su estado pasó a engrosar la lista de misterios sin resolver de la joven y su extraña familia, pero su avanzado embarazo no impidió que Alba siguiera disfrutando de sus citas con el río en las noches de luna llena. Una mañana sus tíos descubrieron con horror que Alba no había regresado. Nadie sabía dónde buscarla exactamente, nadie sabía con certeza el lugar que la joven frecuentaba, suponiendo que sus expediciones nocturnas se dirigieran siempre al mismo lugar. La Guardia Civil, los servicios forestales, los vecinos del pueblo y los de los pueblos aledaños examinaron palmo a palmo el cauce del río, los senderos, el monte, las cuevas… Nada, ni rastro de Alba. Lo que sí encontraron fue un precioso bebé recién nacido cuidadosamente acomodado sobre unos juncos a la orilla del río. Era un varón de aspecto saludable y piel morena, sin signos de sufrimiento por hambre ni frío y lejos de llorar parecía sonreír y jugar con los últimos rayos del sol y los primeros destellos de la luna. 
     Tras la desaparición de Alba siguió la investigación, la búsqueda de culpables. Sus tíos eran los principales sospechosos, todas las evidencias apuntaban a que, tras deshacerse del bebé, habían matado y ocultado el cuerpo de su sobrina. Y el desenlace, ya es sabido: la reclusión de la Paca y el Julián en algún lugar indeterminado. 
     Del bebé nada más se supo, se ocuparon de él los servicios sociales al no dar con ningún familiar directo, seguramente acabó adoptándolo alguna familia. De todo esto hacía ya más de veinte años, pero el destino, como un coche de otra época, llegaría puntual a su cita.
     Jorge, sudoroso y desaliñado, debió conseguir poner cierto orden en la casa al llegar la media noche porque, tras toda la tarde con la cancela abierta de par en par, por fin cerró puertas y ventanas y apagó las luces. ¡Menudo día había elegido para mudarse! El calor de aquellos días de agosto era puro fuego, pero ese 21 de agosto el pueblo parecía el mismo infierno.
     Y el infierno no se hizo esperar. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, cuando el tremendo calor mantenía a los vecinos encerrados en sus casas y solo las lagartijas osaban salir a la calle, alguien dio la voz de alarma: ¡Fuego! ¡Fuego! 
     Hacía días que corría el rumor por los bares como un funesto augurio: Cualquier día tendremos una desgracia, con este calor y las malas artes de alguno... Por esa razón lo primero que vino a la cabeza de más de un vecino fue que el fuego había sido provocado, pero no era momento de buscar culpables, había que salvar el monte. Jorge se hizo cargo de la situación por ser el forestal más cercano al foco del incendio y en cuestión de minutos el pueblo fue ocupado por tierra y aire por bomberos, policías, guardia civiles y grupos de forestales. Una unidad de bomberos con Jorge y otro compañero forestal se dirigió hacía el incendio por la cara oeste, siguiendo el curso del río por su margen derecha. Otras tres unidades atacaron el fuego por las caras norte, sur y este del monte. Las llamas avanzaban de manera alarmante, el viento jugaba en su contra. Jorge, desorientado por el humo y por su desconocimiento del terreno, acabó en el río, cercado por el fuego. Las llamas cubrían el monte, el viento, puntual a su cita, había extendido el incendio hacia la ribera izquierda del Tiétar. Se vislumbraba la catástrofe, pero al menos el agua no ardería, allí estaría a salvo. 
     De pronto, como nacida de las aguas, surgió una bella mujer, blanca como la luna llena, con una larga melena rubia cubriendo sus pechos y un liviano vestido blanco pegado a su cuerpo mojado. Jorge parpadeó creyendo que el pánico le hacía ver visiones. La mujer caminó hacia él sobre las aguas y le tomó las manos. No temas, Jorge, conmigo estás a salvo, yo te protegeré, le dijo. La ninfa desplegó unas inmensas y elegantes alas y empezó a aletear con tal fuerza que formó un torbellino de agua que ascendió rápidamente hacía el cielo en una espiral formando una inmensa nube negra que rompió en una bendita lluvia.
     Tres días más tarde Jorge, a quien todos daban por muerto, reapareció en el pueblo. ¿De qué hubiera servido decir la verdad? Le hubieran tomado por loco si hubiera contado que una bella mujer, una ninfa, había surgido de la nada provocando la lluvia de aquella manera tan espectacular, sofocando el fuego y salvándole de una muerte segura. ¿De qué hubiera servido contar que aquella ninfa le había llamado por su nombre? Jorge había despertado dentro de una cueva, la cueva de Las Brujas supo después que se llamaba aquel lugar. Había pasado tres días durmiendo, soñando. Había soñado con una bella joven llamada Alba que con frecuencia tomaba baños de luna llena en aquel lugar. Había soñado con una luna que quería ser madre, con una joven enamorada de ese río que cedió su vientre a la luna a cambio de vivir en aquellas aguas por toda la eternidad. La ninfa del Tiétar le había confesado en sueños a Jorge que él había nacido de su vientre y que era hijo de la luna y del río. ¿Cómo iba a contar Jorge la verdad? En su lugar, se inventó una historia falsa pero creíble y pasó a convertirse en el héroe local.
     Alba se llamaba la ninfa del Tiétar. Ella llamó por su nombre al hijo que albergó en sus entrañas: Jorge. 
     Y él prometió visitarla cada noche de luna llena. 
     Y hasta el día de hoy siempre ha acudido puntual a su cita, porque también es tradición que las gentes de este lugar cumplan con sus promesas.
     Y hasta el plenilunio de esta noche, Jorge nunca ha faltado a su promesa.

Eva tomando el sol

No solo manaban agua
las fuentes del Paraíso,
también brotaban besos,
y Eva sació su sed
a escondidas
y sin permiso.

Se bañó en sus gélidas aguas
y ardiente, Eva, las templó.
Se tumbó sobre las rocas,
calientes,
y al astro Sol deslumbró
con su blancura
y al mismo Dios trastornó
con su hermosura.

No fue su expulsión del Paraíso
ni por soberbia
ni por lujuria,
fue por gula.
Probó el fruto del árbol prohibido,
que no resultó ser un manzano
sino un cerezo.
Degustó su néctar,
sucumbió a su dulzor,
y no hubo plegaria, oración ni rezo
que hicieran a Dios cambiar de opinión.

Y como Eva sin Paraíso,
así estoy yo sin ti,
sin el agua gélida calando mis huesos,
sin el Sol acariciando mi piel,
sin el elixir de la fruta de los cerezos,
sin el sabor en mi boca de la dulce miel
que emana la fuente de tus besos.

La hoguera de San Juan

En la noche de San Juan
voy a prender una hoguera
para deshacerme de todo aquello
que borrar de mi vida yo quisiera.

Quiero quemar los lastres
que mancillan mi persona
las envidias,
los celos,
los rencores y los miedos
que coartan mi libertad,
que coaccionan mi personalidad,
que pretenden hacer de mí
un esperpento de lo que nunca fui.

Quiero que arda en sus llamas
la ignorante intransigencia
del intolerante,
del machista,
del xenófobo y del racista,
que el dolor de sus torturas,
desprecios y humillaciones
los sientan, palpitar,
en sus corazones
y por querer matar de miedo
¡qué mueran ellos de amor!
de amor a borbollones.

Me desharé también de la pereza,
la decepción,
la frustración y el descontento,
del “tiro la toalla”,
del “no valgo para nada”,
del “para qué sirve”,
y del “ya es tarde para eso”,
porque solo yo
debo elegir el camino hacia mi destino,
porque solo persiguiendo mi sueño
conseguiré acercarme a él,
porque, cuando no las pueda saltar,
bordearé las piedras del camino,
porque nunca es tarde para hacerlo bien,
ni para llegar,
ni para estar,
ni para ser.

Quiero quemar los grilletes sociales,
todas las cadenas,
las físicas y las mentales,
las mentiras,
las farsas,
todo aquello que ahoga libertades.

Y mañana,
cuando todo se haya reducido a cenizas,
despertaré
libre
para arder
de deseo
en tus brazos.

Sinkope: Quemando recuerdos, penas, sueños y otros enseres

Paco, el de la Lucía

El cielo se cubrió de gris. Las nubes se vistieron de luto y empezaron a llorar cual plañideras a los pies del lecho de muerte. El prado cambió su verdor por un halo de tristeza. Un trueno desgarrador clamó sobre nuestras cabezas anunciando un mal presagio. De pronto, tintes de duelo, desdicha y abandono inundaron calles, plazas y alamedas.
Un aroma impregnado de lamento le invadió también a él, al Arte. La soledad se instaló en cada rincón de su alma, pero sobre todo se instaló en la Música. La ausencia palpita en su corazón. De pronto, una lágrima involuntaria se deslizó por su mejilla y se posó en sus labios. Sabía a hiel. Un nudo en su garganta. Una presión en su pecho. Le falta el aire. No sabe cómo enjugar el llanto de la pobre Guitarra.
Tan triste y huérfana queda la Guitarra que destroza el silente silencio agitando al viento sus cuerdas desamparadas en un grito desesperado: ¡¿Por qué?!
¿Por qué? Mil porqués acechan su apesadumbrado pensamiento. No hay lógica que desentrañe sus dudas. El caos se apodera de su mente y le bloquea, le subyuga, le reduce a nada: ¡¿Por qué tú?! ¡¿Por qué ahora?! ¡¿Por qué así, de esta manera?! ¿Por qué me dejas tan sola? Quién templará ahora estas cuerdas. Quién nos emocionará con su guitarra. Quién me hará grande, majestuosa e infinita. ¡Qué será de mí si me dejas! Si me dejas tan vacía de tu magia.
Es día de rabia, de consternación.  Es día de duelo para el Arte, para la Música y sobre todo para la Guitarra. No está sola, todos la acompañan, todos aportan algo triste a esta sinfonía del dolor, a este Hasta siempre, maestro que ya se escucha en el más allá.  Chelos, violines, violas y contrabajos entonan en modo menor, y junto fagotes, oboes, clarinetes, flautines y flautas ejecutan acordes de séptima disminuida. Tubas, trompas, trombones y trompetas ensordecen las cadencias rotas e imperfectas mientras los timbales golpean con dolor. Solo el cajón flamenco, impávido, permanece solo, en silencio, en un rincón.

Y mientras, en el más allá de los genios, músicos de todos los tiempos colman de almas el Auditorio Celestial. Ninguno quiere perderse la esperada actuación estelar del único, el irrepetible, el recién llegado, el gran maestro de maestros: Paco de Lucía.

Paco de Lucía en concierto

Soñé que me soñabas

Anoche soñé contigo.
Soñé una ilusión perdida.
Soñé tu amor prohibido
y tus caricias furtivas.
Ayer noche tuve un sueño
divino, como el pecado.
Yo: tu esclava, tú: mi dueño,
Yo: tu amante, tú: mi amado.
Soñé que pensabas en mí,
que en sueños me recordabas,
añorando aquellos días
en los que tanto me amabas.
Pero los sueños, sueños son.
Y al despertar con el alba,
de lujuria y de pasión
se vio privada mi alma.