Haz música en mí


Toma mi cuerpo como pentagrama
y cólmalo de notas con tus besos,
yo tejeré de acordes unos versos
para degustarlos juntos, en calma.

Seduce con música a quien te ama,
quede tu virtuosismo en mi piel preso;
mi cuerpo es adicto a ti, lo confieso,
como adicta a tu arte es mi alma.

Interpreta en mí una obra maestra
al tempo que marque tu corazón,
deja que fluya por tu mano diestra

con dosis de locura y sinrazón.
Mis cinco sentidos forman la orquesta.
¡Qué suene la música con pasión!


LA NINFA DEL TIÉTAR

Ganador del XI Certamen de Relato Corto de la Asociación Cultural La Risquera
El Hornillo (Ávila)

El nuevo guarda forestal había llegado al pueblo en una calurosa tarde de agosto. Se llamaba Jorge y aunque tenía cara de buena persona nadie se fiaba de él por el simple hecho de tener la profesión que tenía. La Guardia Civil y los forestales no eran bien recibidos, no era nada personal, ni siquiera era un capricho o un rechazo pasajero, era más bien una tradición ancestral en un pueblo de rituales y ancestrales tradiciones, siempre había sido así y así debía seguir siendo. Tanto unos como los otros lo sabían y evitaban el paso por sus calles salvo que fuera estrictamente necesario por motivos profesionales, como aquella vez que se declaró un incendio y el fuego alcanzó el pinar de San Antón. 
     Pero Jorge parecía no estar al tanto de esas costumbres, o tal vez las conocía y no le importaban, el caso es que había osado instalarse en el pueblo y nada menos que en la antigua casa de los Ermitaños. ¡Menuda ocurrencia!, todo el mundo sabía que esa casa estaba encantada. Los vecinos observaban desde sus ventanas o desde algún resquicio de sombra en plena calle cómo el nuevo forestal descargaba su equipaje y algunos enseres de su todoterreno. Jorge sudaba de lo lindo con tanto ir y venir entrando y saliendo del que sería su nuevo hogar, pero nadie se acercó a ofrecerle su ayuda, ni siquiera a presentarse. Abrió las ventanas y dejó de par en par las puertas del patio y la cochera, de modo que todo el que pasaba por allí podía ver el interior de la casa misteriosa. 
     Los Ermitaños no eran tales ermitaños, ese era el mote con el que todo el mundo conocía a la Paca y al Julián, los últimos habitantes de aquella finca, por su carácter místico y huraño. Desde que desapareció Alba, su sobrina, nadie había vuelto a habitar aquel lugar. Una mañana de agosto los servicios sociales se presentaron en su casa y se llevaron al matrimonio. Unos decían que a una residencia. Otros que a un manicomio. La verdad nunca se supo. 
     Alba venía a finales de junio y pasaba todo el verano en el pueblo. Llegaba en un coche que parecía sacado de otra época, el conductor permanecía impasible sentado al volante mientras la niña bajaba del vehículo, abría el maletero y sacaba su equipaje con ayuda de su tío. Ni una palabra, ni un adiós, ni un gesto, el coche desaparecía y no volvía a verse hasta que venía a recogerla a primeros de septiembre, puntual a su cita.
     Alba era una niña tan extraña como sus tíos. No se relacionaba con nadie, no tenía amigas, apenas pisaba la calle. Solo al caer la tarde de los días en que el cielo desplegaba su luna llena se le veía encaminarse hacia el río con un vestido blanco largo hasta los pies, unas ligeras sandalias y su larga melena rubia recogida en un moño. Algunos chavales, estimulados por la curiosidad y atraídos por la exultante belleza natural de la joven, habían tratado de descubrir dónde iba Alba cada noche de luna llena. Ni su ropa ni su calzado eran adecuados para andar por aquellos senderos ni para trepar río arriba y, mucho menos, de noche, por muy iluminado que estuviera el monte en aquellas noches mágicas. Pero ninguno había conseguido nunca darle alcance, después de andar más de una hora tras ella, inexorablemente la perdían de vista al llegar a la cascada de Las Brujas. 
     El último año que Alba vino al pueblo lo hizo embarazada. Su estado pasó a engrosar la lista de misterios sin resolver de la joven y su extraña familia, pero su avanzado embarazo no impidió que Alba siguiera disfrutando de sus citas con el río en las noches de luna llena. Una mañana sus tíos descubrieron con horror que Alba no había regresado. Nadie sabía dónde buscarla exactamente, nadie sabía con certeza el lugar que la joven frecuentaba, suponiendo que sus expediciones nocturnas se dirigieran siempre al mismo lugar. La Guardia Civil, los servicios forestales, los vecinos del pueblo y los de los pueblos aledaños examinaron palmo a palmo el cauce del río, los senderos, el monte, las cuevas… Nada, ni rastro de Alba. Lo que sí encontraron fue un precioso bebé recién nacido cuidadosamente acomodado sobre unos juncos a la orilla del río. Era un varón de aspecto saludable y piel morena, sin signos de sufrimiento por hambre ni frío y lejos de llorar parecía sonreír y jugar con los últimos rayos del sol y los primeros destellos de la luna. 
     Tras la desaparición de Alba siguió la investigación, la búsqueda de culpables. Sus tíos eran los principales sospechosos, todas las evidencias apuntaban a que, tras deshacerse del bebé, habían matado y ocultado el cuerpo de su sobrina. Y el desenlace, ya es sabido: la reclusión de la Paca y el Julián en algún lugar indeterminado. 
     Del bebé nada más se supo, se ocuparon de él los servicios sociales al no dar con ningún familiar directo, seguramente acabó adoptándolo alguna familia. De todo esto hacía ya más de veinte años, pero el destino, como un coche de otra época, llegaría puntual a su cita.
     Jorge, sudoroso y desaliñado, debió conseguir poner cierto orden en la casa al llegar la media noche porque, tras toda la tarde con la cancela abierta de par en par, por fin cerró puertas y ventanas y apagó las luces. ¡Menudo día había elegido para mudarse! El calor de aquellos días de agosto era puro fuego, pero ese 21 de agosto el pueblo parecía el mismo infierno.
     Y el infierno no se hizo esperar. Al día siguiente, a las cuatro de la tarde, cuando el tremendo calor mantenía a los vecinos encerrados en sus casas y solo las lagartijas osaban salir a la calle, alguien dio la voz de alarma: ¡Fuego! ¡Fuego! 
     Hacía días que corría el rumor por los bares como un funesto augurio: Cualquier día tendremos una desgracia, con este calor y las malas artes de alguno... Por esa razón lo primero que vino a la cabeza de más de un vecino fue que el fuego había sido provocado, pero no era momento de buscar culpables, había que salvar el monte. Jorge se hizo cargo de la situación por ser el forestal más cercano al foco del incendio y en cuestión de minutos el pueblo fue ocupado por tierra y aire por bomberos, policías, guardia civiles y grupos de forestales. Una unidad de bomberos con Jorge y otro compañero forestal se dirigió hacía el incendio por la cara oeste, siguiendo el curso del río por su margen derecha. Otras tres unidades atacaron el fuego por las caras norte, sur y este del monte. Las llamas avanzaban de manera alarmante, el viento jugaba en su contra. Jorge, desorientado por el humo y por su desconocimiento del terreno, acabó en el río, cercado por el fuego. Las llamas cubrían el monte, el viento, puntual a su cita, había extendido el incendio hacia la ribera izquierda del Tiétar. Se vislumbraba la catástrofe, pero al menos el agua no ardería, allí estaría a salvo. 
     De pronto, como nacida de las aguas, surgió una bella mujer, blanca como la luna llena, con una larga melena rubia cubriendo sus pechos y un liviano vestido blanco pegado a su cuerpo mojado. Jorge parpadeó creyendo que el pánico le hacía ver visiones. La mujer caminó hacia él sobre las aguas y le tomó las manos. No temas, Jorge, conmigo estás a salvo, yo te protegeré, le dijo. La ninfa desplegó unas inmensas y elegantes alas y empezó a aletear con tal fuerza que formó un torbellino de agua que ascendió rápidamente hacía el cielo en una espiral formando una inmensa nube negra que rompió en una bendita lluvia.
     Tres días más tarde Jorge, a quien todos daban por muerto, reapareció en el pueblo. ¿De qué hubiera servido decir la verdad? Le hubieran tomado por loco si hubiera contado que una bella mujer, una ninfa, había surgido de la nada provocando la lluvia de aquella manera tan espectacular, sofocando el fuego y salvándole de una muerte segura. ¿De qué hubiera servido contar que aquella ninfa le había llamado por su nombre? Jorge había despertado dentro de una cueva, la cueva de Las Brujas supo después que se llamaba aquel lugar. Había pasado tres días durmiendo, soñando. Había soñado con una bella joven llamada Alba que con frecuencia tomaba baños de luna llena en aquel lugar. Había soñado con una luna que quería ser madre, con una joven enamorada de ese río que cedió su vientre a la luna a cambio de vivir en aquellas aguas por toda la eternidad. La ninfa del Tiétar le había confesado en sueños a Jorge que él había nacido de su vientre y que era hijo de la luna y del río. ¿Cómo iba a contar Jorge la verdad? En su lugar, se inventó una historia falsa pero creíble y pasó a convertirse en el héroe local.
     Alba se llamaba la ninfa del Tiétar. Ella llamó por su nombre al hijo que albergó en sus entrañas: Jorge. 
     Y él prometió visitarla cada noche de luna llena. 
     Y hasta el día de hoy siempre ha acudido puntual a su cita, porque también es tradición que las gentes de este lugar cumplan con sus promesas.
     Y hasta el plenilunio de esta noche, Jorge nunca ha faltado a su promesa.